I
Esto de la independencia intelectual ha terminado por ser en México motivo de mofa y burla entre los intelectuales y los académicos, algo tan escasamente apreciado o cultivado por los creadores intelectuales que parece una broma, un asunto de ilusos o trasnochados y que como tal ha dejado de tener cualquier importancia o valor en la actualidad, suponiendo que algún día lo tuvo. La corriente dominante al respecto es tan abrumadora que a veces me pregunto si no vivo en el error al seguir defendiendo rabiosamente mi independencia intelectual, a sabiendas de que mi intransigencia con ello me cierra permanentemente muchas posibilidades económicas y me aleja de todo tipo de prebendas y mecenas. Hoy en día, lo más cómodo y rentable para quienes trabajamos con las ideas, o sea escribimos libros, impartimos conferencias, damos clases y publicamos artículos y ensayos en publicaciones especializadas o de divulgación, es ofertar nuestros “servicios profesionales” al mejor postor, sea un partido político, un candidato, una dependencia pública, un organismo electoral, un congreso, un funcionario, un diputado, un gobierno, una paraestatal, etcétera. A estas alturas, nadie se cuestiona si con ello se pierde credibilidad como intelectual, pues todo el mundo lo hace. Más aún, en un medio profesional tan acostumbrado a emplearse con los poderosos —ya sea como asesores, consultores, promotores, ideólogos o mercadólogos—, reivindicar la independencia intelectual de cualquier tipo de contacto con el poder, por considerar que es un principio ético inherente al trabajo intelectual, resulta una tarea inútil y hasta frívola. Así, por ejemplo, pretender explicar a mis colegas que el único compromiso plausible de los intelectuales es con las ideas, para lo cual se requiere plena independencia del poder, ha terminado por ser una necedad, pues por lo general ninguno se hace problemas con ello, simplemente se acomodan a lo que pueden, convencidos de que su contacto con el poder (o de plano el convertirse en intelectuales orgánicos) no les resta credibilidad, no los inhibe o compromete a la hora de opinar, ni les resta méritos, cosa que sólo puede creerse desde el autoengaño y la mutua complacencia, o sea donde todos actúan igual y nadie cuestiona ni crítica a nadie.

Quizá en el viejo régimen priista existía entre los intelectuales algún tipo de resquemor o prurito al respecto por cuanto su cercanía con el Príncipe los volvía cómplices voluntarios o involuntarios de un régimen autoritario, motivo por el cual, los más cautelosos, trataban de ocultar en público lo que hacían en privado para el poder, en un juego de simulaciones que tarde o temprano terminaba por descubrirse. Pero ahora que vivimos en democracia, ese tipo de sutilezas simplemente ha desaparecido. Es como si la democracia purificara a los intelectuales y hasta los alentara a relacionarse con el partido o el político de su preferencia, pues colaborar con el poder ya no tiene la carga negativa que tuvo en la era autoritaria. Obviamente, en esas circunstancias, ya nada hay de valor en la independencia intelectual. Lo que hoy se admira y envidia, aunque no se reconozca abiertamente, es más bien la capacidad de los intelectuales para colocarse con los poderosos y obtener de ellos todo tipo de apoyos, o sea entre más un intelectual es capaz de conseguir del poder más hábil y respetado es por sus pares, sin importar que sus ideas están ahora determinadas o condicionadas por su jefe o patrón de turno. Podría hacerse una analogía con el machismo, entre más mujeres conquista un hombre, más respetado y envidiado es por sus amigos, sin importar que el macho engañe a su esposa y a todas las demás mujeres con las que anda. De ahí que insistir con Gabriel Zaid que los intelectuales también hacen política, pero apartidista, alejada del poder, con la fuerza de las ideas y la crítica, sin más compromiso que con la verdad, resulta en la actualidad una ociosidad, una ocurrencia ridícula.

Sobre el reconocimiento social que ha adquirido entre los intelectuales el emplearse como asesores o consultores o ideólogos, permítaseme narrar una experiencia personal. No hace mucho rechacé un salario bastante considerable para asesorar a un magistrado del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). Cuando se enteraron mis amigos que había resistido la oferta fiel a mis principios de independencia intelectual, de “pendejo” no me bajaron. Luego me enteré, por boca del mismo magistrado, que en el TEPJF trabajaban como asesores prácticamente todos los intelectuales más conocidos del país (no viene al caso nombrarlos, pero son precisamente los que los lectores más perspicaces tienen en mente), y entendí porque nadie había criticado o cuestionado seriamente hasta ahora la labor de esta institución, presa de múltiples inconsistencias, desatinos y excesos, empezando por el millonario salario que perciben los magistrados, sólo comparable a lo que gana un Cristiano Ronaldo o un Kaká. Y esto de las asesorías se repite en todas las dependencias gubernamentales. Hay intelectuales o académicos que asesoran a diez o más instituciones simultáneamente, con lo que sus ingresos personales también se acercan a los de aquellos futbolistas. Obviamente, con tales percepciones la independencia intelectual resulta algo irrisorio.

II
Cuando una nueva manera de pensar o actuar se vuelve común o rutinaria, incluso las palabras otrora referenciales se vacían de los significados que alguna vez tuvieron, se convierten en cascarones huecos que cada quien llena a su conveniencia. Tal es el caso de la expresión “independencia intelectual”, que ha terminado por ser todo y nada al mismo tiempo, al grado de que con frecuencia se emplea para justificar precisamente lo contrario que la acepción original postulaba, algo así como una carta de presentación de la que se ufanan algunos intelectuales para ¡emplearse con algún partido o dependencia pública! o una condición pasajera que hay que sobrellevar con dignidad en las épocas de vacas flacas, o sea cuando no se tiene ningún contrato o chamba con algún político o funcionario. Por ello, conviene hacer algunas precisiones necesarias a la luz de las nuevas connotaciones que la expresión suscita en la actualidad.

1. La independencia intelectual no es una cuestión de grado: no se puede ser poco independiente o ligeramente independiente o muy independiente, simplemente se es independiente o no se es, igual que no se puede estar poco embarazada o ligeramente embarazada o muy embarazada. La independencia intelectual es más bien una condición según la cual los intelectuales no venden bajo ninguna circunstancia su trabajo ni sus ideas a ningún político, funcionario, partido o dependencia pública, ni como asesores o ideólogos o consultores o mercadólogos. Para el efecto, no cabe argumentar que apoyar a un candidato en su campaña compromete menos la independencia intelectual que asesorar a un político en funciones. Ambas son actividades que condicionan las opiniones públicas del intelectual. Tampoco cabe sostener que una consultoría poco remunerada es menos comprometedora que una muy bien pagada, pues la independencia intelectual no es una cuestión de tarifas sino de principios. Quien se toma en serio su trabajo como intelectual, o sea quien no le pone precio a sus ideas ni traiciona su libre albedrio para expresarlas, resistirá siempre el canto de las sirenas de los poderosos. Por lo demás, es sabido que el que paga exige, comenzando por la lealtad o el apoyo de sus empleados, o sea que les solicita una suerte de complicidad no declarada que mata la independencia del intelectual. Por desgracia, muchos intelectuales o académicos ocultan denodadamente sus múltiples asesorías para partidos y políticos, y actúan como si ello no vulnerara sus posiciones públicas ni su congruencia, pero cuando uno escucha o lee sus opiniones deslavadas y timoratas se percata inmediatamente que su pluma tiene mordaza, que aplican la edulcoración para no generar suspicacias en sus patrones o poner en riesgo sus chambas. Quizá por eso es tan difícil encontrar en los medios en general y en la prensa escrita en particular críticas agudas y audaces por parte de los intelectuales, críticas y posicionamientos que por lo demás coincidan de manera natural con lo que la gente común y corriente observa y piensa todos los días respecto de sus autoridades y gobernantes. Si antes, en el viejo régimen, los intelectuales eran por esta vía cómplices del autoritarismo, ahora, en la nueva democracia, son cómplices de la mediocridad, la voracidad y el cinismo de la casta política. Los políticos profesionales, por su parte, saben muy bien que es mejor tener de su lado a los intelectuales que tenerlos en contra, y éstos difícilmente rechazarán —para parafrasear a Álvaro Obregón— un “cañonazo” de muchos miles de pesos. Quienes así procedan podrán insistir que son intelectuales, pero no que son independientes, si acaso —para utilizar la conocida expresión de Antonio Gramsci— “intelectuales orgánicos”.

2. la independencia intelectual no es algo circunstancial o temporal: no se puede decir que antes fui independiente y ahora ya no lo soy, pero mañana lo volveré a ser. El intelectual que alguna vez vendió sus ideas y se autocensuró por ello no tendrá reparo en volverlo a hacer, pero aún en el caso de que un buen día decidiera nunca más emplearse por un político o un partido, difícilmente podrá sacudirse el estigma de haber sido leal o servil en algún momento a algún poderoso. Ciertamente, en el viejo régimen, permanecer independiente era una opción poco rentable para los intelectuales, pues el sistema se encargaba de marginar y aislar a quienes se resistían a ser cooptados, pero en el nuevo régimen democrático la servidumbre de los intelectuales a los poderosos es voluntaria y hasta socialmente aceptada, pero aún así suponer que colaborar con un gobernante o un funcionario no compromete la independencia de los intelectuales es una falacia. Por eso, acomodarse al mejor postor y manejar las lealtades políticas a conveniencia de los intelectuales no puede hacerse como quien se cambia de calcetines, sino que algo siempre permanece en ellos de sus veleidades y debilidades del pasado, así sea el recuerdo de sus pares. Para quienes, en casos extremos, se desempeñaron un tiempo como políticos profesionales, líderes de partido o funcionarios, y después decidieron dedicarse a la academia y cultivar las ideas, sus vínculos políticos del pasado siempre los acompañarán por más que pretendan desenfadarse de ellos para ostentarse como librepensadores. Lo más sano para ellos es asumir públicamente los costos de su inserción orgánica en el poder antes que tejer todo tipo de justificaciones sobre su supuesta nueva condición de independencia intelectual, sobre todo si en el pasado militaron activamente en un partido. Como quiera que sea, nunca podrán remover los escombros del pasado y será inevitable leer sus libros y ensayos en función de lo que defendieron en su momento como políticos profesionales o líderes partidistas. Por el contrario, si el camino es inverso, o sea de la academia al poder, los intelectuales deberán asumir también el costo de su inserción, o sea —como decía Daniel Cosío Villegas— renunciar a ser intelectuales. Aquí entran todo tipo de cargos públicos, desde dependencias gubernamentales hasta el servicio exterior de carrera, pasando por paraestatales como el Instituto Federal Electoral o el Instituto Federal de Acceso a la Información o el Poder Legislativo. Huelga decir que los intelectuales y académicos que se emplean en este tipo de instituciones, ya sea como agregados culturales, consejeros electorales, consejeros ciudadanos, etcétera, lo hacen más por sus vínculos y buenas relaciones con algún partido o político que por sus méritos profesionales, o sea mediante designaciones disfrazadas de transparencia y equidad. Sirvan estas consideraciones como enseñanza para los jóvenes que inician sus carreras en la academia y/o el mundo cultural. A la larga todo abona a su credibilidad y prestigio si es que realmente aspiran a proyectarse como intelectuales genuinos; todo desliz o devaneo con el poder los perseguirá a lo largo de su trayectoria.

3. La independencia intelectual no supone para los intelectuales renunciar a hacer política pero sí a vender su pluma y sus ideas a los políticos profesionales. Desde la independencia, un intelectual puede opinar sobre todo lo que le preocupa sin más límite que su conciencia y sus convicciones; puede incluso hacer públicas sus afinidades ideológicas o partidistas, pero cuando cobra por asesorar a políticos profesionales o para apoyar a un partido o un candidato a algún cargo de representación popular o busca deliberadamente un beneficio personal con ello, sus ideas no sólo pierden autonomía sino también credibilidad, de algún modo se vuelve él mismo un político profesional pues vive de la política. Lejos de ello, las armas de los intelectuales independientes son la crítica, la denuncia y la razón, sin más compromiso que con la verdad; es una forma de hacer política en la medida que, por ejemplo, busca influir en la opinión pública y propiciar un debate que desafíe a los poderosos cuando éstos se extralimitan en sus funciones, abusan de sus cargos o actúan a espaldas de la ciudadanía o por encima de la ley. Ahora bien, no todo contacto o relación con el poder vuelve a los intelectuales en comparsas. No es lo mismo, por ejemplo, cobrar por dar una asesoría o una consultoría, que es una forma eufemística para decir que un intelectual vende sus opiniones a un funcionario o un político a cambio de ciertas lealtades, que hacerlo por dar una conferencia contratada por alguna dependencia pública o un partido. En el primer caso se establece un vínculo profesional que en mayor o menor medida condiciona las opiniones públicas del intelectual si es que pretende mantener la chamba, en el segundo se le contrata ocasionalmente para opinar libremente sobre un tema sin ningún tipo de recomendación o reconvención por parte del contratante. Si acaso, cuando las ideas del conferencista no caen bien o resultan incomodas para los anfitriones, lo más seguro es que éstos no volverán a invitarlo.

4. La independencia intelectual no se pierde en automático por trabajar en algunos sectores del Estado o en algunos medios ideológicamente cercanos a un partido o a una autoridad. Hay quien sostiene, por ejemplo, que desde el momento que un creador intelectual se contrata como profesor por una universidad pública, o sea del Estado, pierde autonomía intelectual, o si trabaja para un medio de comunicación que recibe patrocinios gubernamentales, también la pierde. A lo que hay que aclarar que no es lo mismo contratarse por el Estado que hacerlo por un gobierno o una empresa privada. En el primer caso, las universidades públicas ciertamente reciben subsidios del Estado, pues es una obligación de éste canalizar recursos para la educación y la investigación sin más interés que cumplir con sus responsabilidades constitucionales en materia social. La educación en sí misma no es botín de intereses políticos o partidistas, amén de que las universidades públicas gozan de plena autonomía para desarrollar sus actividades. De ahí que trabajar en ellas no tiene nada que ver con la independencia intelectual de sus cuadros académicos. Algo muy distinto que contratarse por el gobierno en cualquiera de sus niveles o poderes, pues aquí sí los intelectuales mantienen un vínculo profesional con autoridades y funcionarios emanados de una fuerza partidista con una orientación ideológica y/o intereses políticos más o menos definidos en sus contenidos. Pero si trabajar en una universidad pública no incide directamente en la independencia intelectual, tomar partido o participar de un grupo de poder dentro de la misma, como los muchos grupos mafiosos y caciquiles que subsisten en el seno de la gran mayoría de ellas, sí vulnera la independencia intelectual pues condiciona las posiciones públicas de los intelectuales en los asuntos internos de la universidad. En cuanto a trabajar en los medios de comunicación, cualquiera sabe que siguen siendo presa fácil de todo tipo de condicionamientos políticos por cuanto la gran mayoría de ellos depende prácticamente de los patrocinios oficiales para sobrevivir. Y sin embargo, existen algunos medios, muy pocos por cierto, que están plenamente comprometidos con la libertad de expresión. De ahí que un intelectual que aprecia su independencia puede colaborar en ellos siempre y cuando sus opiniones no sean censuradas o tergiversadas por sus directivos, cuyo principal objetivo es conservar el presupuesto oficial. Por lo demás, trabajar en un medio de comunicación coloca a los intelectuales en posición franca para ser sobornados, o sea “contactados” para decir ciertas cosas que convienen a los políticos profesionales. Huelga decir que en estos casos, “chayote” mata no sólo la independencia intelectual, sino al propio intelectual, aunque muchos intelectuales mediáticos se las ingenian para allegarse este tipo de “prestaciones” sin fallecer en el intento.

5. La independencia intelectual no es un medio para obtener ciertos fines sino una cuestión de principios. Suponer que mantenerse al margen del poder es una práctica rentable es un error. Si la academia paga mal, la independencia paga peor. De ahí que la inmensa mayoría de los intelectuales termina acomodándose donde puede sin importar que con ello se conviertan en mercenarios al servicio de un político o un gobierno. Y sin embargo, pésele a quien le pese, lo único que confiere credibilidad a un intelectual es mantenerse al margen del poder. Por esta vía, quizá no se tanga acceso a los reflectores y a los grandes negocios, pero es la única manera de ser congruente con una actividad noble, pero que sus propios cultivadores han terminado por desprestigiar y prostituir. Por ellos, precisamente, ser intelectual ha dejado de tener una estimación social; para los demás, ser intelectual es sinónimo de ser un oportunista o un mercenario, un trepador que se vende al mejor postor, un cómplice del cinismo y la mediocridad de la casta política a la que le sirve con lealtad. Y sin embargo, dejar en claro las cosas no lleva a ningún lado. Lo que yo pueda decir sobre la independencia intelectual no cambiará nada, a no ser que mis colegas me consideren un bicho raro, un iluso sin remedio.

III
Por todo ello, la independencia intelectual es también una elección entre la congruencia que supone el quehacer intelectual y la degradación de nuestro oficio. En lo personal, al final del día, prefiero que mis interlocutores opinen que mis libros y ensayos son insustanciales o irrelevantes a que digan que soy un intelectual vendido. Más vale pobre, pero honrado. Más vale navegar a contracorriente que subirse al barco de la conveniencia. Más vale el ostracismo que la incongruencia. Algo que por lo demás prácticamente ninguno de mis colegas puede decir de sí mismos sin faltar a la verdad, aunque la estulticia lleve a alguno a creerse “ligeramente” independiente.